jueves, 21 de febrero de 2013

Más leyendas con tintes de Romanticismo


EL MONTE MALDITO

(LEYENDA MADRILEÑA)



Desperté de un salto, un grito ensordecedor había interrumpido mi sueño. Al parecer, el cuento de la vieja castañera de la pasada tarde había hecho mella en mi imaginación.
No podía parar de pensar en esa historia desde que fui conocedor de ella; pero ahora, tres meses después, me atrevo a escribirla tal y como me la transmitieron, tal vez con la esperanza de que no vuelva a suceder.
Dicho todo, que comience la obra.


I

- ¡Casi señor! ¡Por poco! – animaba uno de los sirvientes.
- Primo, quizá debería probar yo, ¿no crees?
-  ¡Calla Fernando!, ese jabalí caerá a mis pies.
Los dos primos se encontraban en el monte de El Pardo, como cada tarde del sábado cuando salían a cazar. Este monte era el preferido del Conde Cáltiba, el mayor, ya que abundaban jabalíes y ciervos. Además, con la creación reciente del Código Penal y la Guardia Civil, los animales eran más, debido al miedo de los campesinos a cazar en el terreno acotado.
- ¡Te lo dije! – exclamaba riendo el Conde Cáltiba a su enojado primo-, lo cacé, y ya llevo cuatro piezas.
- Me parece bien, pero ya anochece y creo que deberíamos partir en breve.
- ¿Por qué tanta prisa primo? No he cazado ningún ciervo y me gustaría hacerlo, tan solo llevamos jabalíes y aves rapaces.
- Haced lo que se os antoje, pero yo me voy de aquí – explicaba ya ordenando recoger sus utensilios de caza.
- ¡Está bien, partid! Ya daré a conocer su extremada valentía – expresaba enojado por el abandono de su primo.
- Señor, si me lo permite, yo también le aconsejo volver.
- Pero, ¿por qué todos empeñados en eso?, si ya hemos cazado de noche en otros montes.
- Verdad señor, pero este monte posee una maldición.
- ¿Pero qué tontería es esa? Contadme por favor.


II

- Dice la leyenda que el monte de El Pardo está maldito.
Todas las noches, a las doce en punto, el bosque ya no es bosque, los animales se convierten en bestias y los pinares y encinas se retuercen buscando sangre para saciarse. El cielo se torna de negro con nubarrones, las aves caen en picado pero no mueren, sino que se levantan, suben lo más alto posible y repiten esta acción incansablemente. Los animales, más bien bestias, enloquecen, corren a grandes velocidades, su tamaño aumenta y sus fauces rebosan espuma. El suelo revive, se mueve amenazante, queriendo quebrantarse tragándose todo. El aire no existe, no corre ni una brisa. No se oye, tan solo el crujir de las ramas, de los huesos de las aves y el rabiar de los animales.
Se dice que quién yace en el monte en ese momento, no muere al instante, sino que la naturaleza le deja sufrir hasta que sin fuerzas cae al suelo, esperando, consciente de que la bestia terminará acabando con él.
Ya varias personas han pasado por esto y a la mañana siguiente se ha encontrado sus cuerpos destrozados de una manera sobrenatural.
Por eso, señor, le ruego haga caso a esta vieja leyenda y vuelva a casa. Porque su primo no marchó por el resentimiento de la caza del jabalí, sino porque conoce esta historia. Yo no estaré acompañándole esta noche aunque me juegue mi oficio, ni yo ni los demás. ¿No es así?
- ¡Sí! – se escucha al unísono, compuesto por todos los sirvientes.
- No perderéis vuestro trabajo, pero yo cazaré mi ciervo y cuando vuelva con la pieza os habré enseñado una lección.
- Está bien Cáltiba, que tengas suerte.
- No la necesitaré – dice sonriendo.


III

Una vez sólo en el bosque, se dispuso a buscar el ciervo que le tenía inmerso en el pensamiento de cazarlo por encima de todo. Sin darse cuenta fueron pasando las horas. Cuando creía tenerle acorralado entre unos matorrales, le entró un escalofrío que le removió por dentro. Aún así, apuntó, pero antes de tirar pudo apreciar cómo unas esferas rojas se encendían tras las ramas y parecían observarle. Le entró miedo, pero quiso convencerse de que eso no eran ojos, sino que serían algunos frutos del matorral. Precipitadamente tiró. Todo calló a su alrededor, no oía ni su propia respiración entrecortada. Se sentía encerrado, como en una burbuja en medio de la nada. Su piel no sentía, los poros se cerraban. Se iba agarrotando poco a poco dándose cuenta de la ausencia de aire, de ruido y de la presencia de esas esferas rojas que llameaban desde el arbusto.
No se lo explicaba. Gritó pidiendo ayuda pero sus cuerdas vocales no vibraban, o lo hacían pero sin emitir ningún tipo de sonido. Dispuesto a correr dio media vuelta y se topó de golpe con un árbol, un árbol que no estaba antes. Su madera estaba helada, crujía por dentro. Eso sí lo oía. De pronto escuchó  otra cosa, provenía de sus pies, las raíces del árbol se entrelazaban comprimiendo sus tobillos. Se movía. Sin darle tiempo a reaccionar, algo cayó detrás suyo, era un águila imperial. Se encontrada desencajada, se le salían los huesos por entre las alas, su cuello estaba roto y sus ojos, sus ojos eran los mismos que los que había tras el matorral.
Cáltiba no pudo reprimir su asombro con una mueca de terror. Lo que más le sorprendió es que el ave fue incorporándose y recolocándose cada uno de sus huesos para volar de nuevo hasta las alturas y caer en picado.
El conde logró escapar de las raíces de aquella encina y echó a correr. Iba esquivando las aves que caían y sus cuerpos destrozados. De repente, el suelo vibró y una grieta enorme se abrió ante sus pies, pero pudo saltarla. El movimiento terrestre le impedía correr con facilidad. Tuvo la impresión de que los árboles le seguían.
Estaba agotado, necesitaba parar a coger aire, ese aire sin movimiento. No recordaba el monte tan ancho. Reparó en un arbusto, uno que llevaba unas esferas rojas familiares. Se encontraba en el mismo lugar de partida. Desesperó.
Después de ver lo que había visto, podía imaginarse qué encontraría detrás del arbusto. Sabía cómo terminaría todo. Ya empezaba a oír cómo los animales, que ahora eran bestias, se encaminaban en su busca. Ruidosos y hambrientos, corriendo, haciendo temblar el suelo más de lo que ya temblaba.
Cuando por fin todos llegaron, se colocaron formando un círculo alrededor del conde. El espectáculo que se abría ante sus ojos era indescriptible. Se dejó caer en el suelo, de rodillas. Esperó. Esperó como en la leyenda. Se preguntaba por qué todos no se lanzaban y terminaban la faena. Esperaban algo, a alguien, a la bestia entre las bestias. Aquel ciervo, el que volvió loco a Cáltiba por cazarlo. Salió del matorral. Era el triple de grande que lo normal, fuerte, robusto, incluso en su cara podía distinguirse una pequeña sonrisa. Sus cuernos eran afilados y excesivamente retorcidos.
 El conde estaba temblando con los ojos cerrados, esperando. La bestia avanzó, dando la señal a las demás. Entonces Cáltiba pudo emitir un ensordecedor grito que terminó con todo.


IV

Esa noche de invierno en la que mi sueño fue turbado por un grito, quizá imaginario o quizá real, la recordaré siempre. Porque algo de lo que estoy seguro es que en ese preciso instante la noche rondaba las doce en punto.
Cuando el bosque ya no es bosque, los animales se convierten en bestias y los pinares y encinas se retuercen buscando sangre para saciarse.


                                                                      Silvia Buitrago. 4º B

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